Una soleada tarde de sábado, decidí llevar a Federico, mi fiel compañero, al parque. Era nuestro lugar favorito, donde siempre jugábamos y disfrutábamos del aire libre.
Llegamos al parque y, como de costumbre, comencé a lanzar la pelota. Federico corría a toda velocidad tras ella, la atrapaba en el aire con agilidad y volvía hacia mí con la cola moviéndose como un ventilador. Seguimos jugando durante un buen rato, riendo y disfrutando de cada momento.
En una de esas veces, lancé la pelota un poco más lejos de lo habitual. Federico se adentró entre los árboles que bordeaban el parque, y yo esperé pacientemente su regreso. Pasaron algunos minutos y empecé a preocuparme, ya que Federico no regresaba con la pelota. Justo cuando estaba a punto de ir a buscarlo, vi que algo se movía entre los arbustos.
Para mi sorpresa, Federico apareció no con la pelota, sino con un palo larguísimo, casi el doble de su tamaño. Trotaba orgulloso hacia mí, arrastrando el palo por el suelo y luchando por mantener el equilibrio. No pude evitar reírme al verlo, pues parecía haber olvidado completamente la pelota.
Federico se sentó felizmente frente a mí, con el palo entre sus patas y una expresión de triunfo en su rostro. Le di una palmadita en la cabeza y, aún riendo, decidí que sería mejor continuar el juego con su nuevo "tesoro".
Esa tarde en el parque se volvió inolvidable para ambos. Cada vez que volvemos, recuerdo el día en que Federico cambió una simple pelota por el palo más largo del parque, y no puedo evitar sonreír

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